Por Juan Carlos López Medina
Presidente Nacional APFS
Cuando una pareja con hijos se separa, no solo se rompe un vínculo afectivo entre adultos: también se transforma —a veces de forma abrupta— el mundo emocional, cotidiano y jurídico de los hijos menores. Y aunque la ley los sitúa como sujetos de especial protección, la práctica demuestra que, con demasiada frecuencia, son relegados al margen del proceso.
España ha ratificado la Convención sobre los Derechos del Niño (1989), que consagra el principio del interés superior del menor como eje de cualquier actuación. Sin embargo, en los procedimientos de separación y divorcio, ese principio se invoca más de lo que se garantiza.
La legislación reconoce que todo menor tiene derecho a ser oído en los asuntos que le afecten. A partir de los 12 años, su opinión debe ser recabada en los procedimientos judiciales, y valorada conforme a su madurez. Pero este derecho, clave en una justicia centrada en la infancia, sigue siendo aplicado de forma irregular y, a menudo, meramente simbólica.
No se trata de que el menor decida con quién vivir, sino de que sus emociones, temores y deseos formen parte de la ecuación, no del decorado.
La ley es clara: salvo causa grave, los hijos tienen derecho a relacionarse de forma regular con su padre y con su madre. Este derecho se extiende incluso a otros referentes familiares importantes, como los abuelos.
En la realidad, no siempre es así. La obstrucción del contacto con uno de los progenitores es un fenómeno más común de lo que se reconoce, y no siempre encuentra respuesta judicial adecuada. En ocasiones, se normaliza el desequilibrio o se disfraza de "preferencia del menor" sin evaluar el contexto real.
Conviene recordarlo: la relación con ambos progenitores no es un privilegio del adulto, sino un derecho del hijo.
La infancia requiere estabilidad, rutinas y entornos predecibles. Una separación no debería convertir a los menores en mensajeros, cronistas del conflicto o peones en disputas judiciales.
El sistema debe garantizar que la vida del menor no quede atrapada entre el resentimiento de los adultos. Manipulaciones afectivas, interferencias y desprestigios cruzados no solo dañan al otro progenitor: dañan al niño.
Proteger al menor no es solo evitar el daño físico, es también respetar su desarrollo emocional.
Los menores tienen derecho a conservar su identidad afectiva: mantener sus relaciones, su entorno, su colegio, sus amigos, sus recuerdos. Una separación bien gestionada no rompe este tejido, lo adapta.
Cuando el conflicto arrasa con lo que rodea al niño, se produce una segunda pérdida: no solo de la familia unida, sino de la percepción de quién es y a qué pertenece.
Desde 2023, las menores de 16 y 17 años en España pueden decidir —sin necesidad de consentimiento de los progenitores— interrumpir voluntariamente su embarazo, siempre que acrediten ante el personal sanitario su madurez suficiente. Es una decisión de enorme trascendencia vital, biológica y emocional. Y el Estado reconoce su capacidad para asumirla en solitario.
Sin embargo, ese mismo Estado no ha sido capaz de articular una ley específica que proteja con la misma contundencia a un menor que atraviesa el laberinto emocional de una separación familiar. No existe aún una norma clara, homogénea ni eficaz que ampare sus derechos afectivos, relacionales y psicológicos en un momento tan determinante como es la reorganización de su vida tras la ruptura de sus padres.
Paradójicamente, una adolescente puede decidir si será madre, pero ni ella ni su hermano pequeño tienen garantizado por ley que podrán mantener vínculos estables con ambos progenitores, ser escuchados de forma efectiva en el juzgado o evitar ser utilizados como piezas en un conflicto.
Las decisiones que más condicionan su día a día —con quién vive, cuánto tiempo ve a su madre o a su padre, si su voz tiene valor o si se le manipula emocionalmente— se siguen regulando bajo normas generales y sin una arquitectura legal pensada desde su perspectiva.
La paradoja no solo es jurídica: es ética y social. Porque pueden decidir sobre su maternidad, pero no cuentan con un marco legal que los proteja en lo más elemental: su derecho a una infancia digna, segura y emocionalmente reparadora tras la separación de quienes les dieron la vida.
Sí. También los menores pueden sufrir discriminación por razón de sexo en estos procesos. Aunque no se explicite, el peso cultural sigue asociando el cuidado con la madre, lo que puede condicionar decisiones judiciales, generar desequilibrios o limitar el contacto con el padre.
Y lo sufren tanto ellos como ellas. Las niñas, sobreprotegidas o instrumentalizadas en algunos contextos, pueden ver coartada su autonomía emocional. Los niños, relegados al rol de acompañantes ocasionales del padre, pueden perder referentes fundamentales.
Esta discriminación sutil, estructural, debe ser reconocida para poder corregirse.
¿Y quién protege sus derechos? En teoría: todos. En la práctica, nadie de forma suficiente.
Los juzgados de familia operan sin criterios homogéneos, sin equipos psicosociales en todos los territorios, y sin formación especializada generalizada. La protección de los menores depende demasiado del juez que toque, del abogado que sepa argumentar, o del fiscal que tenga sensibilidad.
El resultado es una lotería emocional con consecuencias reales para quienes menos capacidad tienen para defenderse.
La justicia familiar necesita un cambio de enfoque. No basta con repetir que “el interés del menor es lo primero”. Hay que dotarlo de herramientas para que sea cierto. Eso implica:
Tal vez los progenitores deberíamos grabarnos estas cinco verdades. Porque seguro que nos vendrían a las mil maravillas:
1. Dicen que el interés del menor es lo primero. El problema es que, en muchos juzgados, llega el último.
2. Los adultos se reparten los muebles. Ellos solo quieren saber si podrán dormir tranquilos esta noche.
3. No necesitan ganadores. Necesitan abrazos a prueba de sentencias.
4. A veces los adultos cierran capítulos firmando papeles. Los niños, en cambio, los cierran en silencio.
5. En las separaciones hay muchas decisiones difíciles. Proteger la infancia no debería ser una de ellas.
Porque los hijos no se dividen. Se cuidan. Se escuchan. Se respetan.
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